jueves, 31 de diciembre de 2009

Preparando el Camino

Compraste y devoraste varias guías, has mirado en internet todos los itinerarios, has preguntado a todos los veteranos del Camino conocidos y a los desconocidos de varios foros, has repasado una y mil veces la lista de cosas realmente “imprescindibles” para meter en la mochila, te preocupaste de entrenar todos los días desde hace dos semanas… Junto a la puerta de tu casa esperan el día señalado las botas goretex, junto al par de bastones y el pack de sombrero tradicional y calabaza que te han regalado (y no piensas llevar). ¡Caramba! ¡Todo un peregrin@ 2010!


Ahora haz un último ejercicio. Apaga el móvil para que nadie te moleste, vete a tu cuarto, túmbate en la cama, apaga la luz, cierra los ojos... e intenta imaginarte un peregrino de antaño… de hace mucho… ¿300 años? ¿500? No uno de esos nobles que caminaban con todo el séquito, no. Un peregrino normal.

Vamos a imaginárnoslo. ¿Cómo se llama? ¿Juan? ¿Te vale Juan? Juan puede ser…. un simple jornalero en… en cualquier pueblo de tu provincia. Su hijo enfermó y el hizo promesa de, si salía sano, ir peregrinando a Santiago. ¿Te vale así? Juan es joven y fuerte, tiene… pongamos 28 años. Está a la puerta de casa, despidiéndose de su mujer. Dentro queda el niño, aún convaleciente pero ya fuera de peligro. Juan no ha querido esperar más para cumplir su promesa porque ahora en otoño hay menos faenas en el campo, y tiene miedo a que el invierno le pille por esos caminos.

¡Mira!: Juan sí que lleva sombrero. No es exactamente como el que te regalaron, pero se parece. Y calabaza también. Lo que no tiene es botas como las tuyas, ni saco, ni gafas de sol… y la mochila… bueno, llamar mochila a eso… tendríamos que ir al diccionario a ver qué término en desuso es más apropiado: ¿zurrón? ¿talega? ¿morral? Alguno de esos. Realmente no parece que lo haya llenado mucho; si miras dentro verás… un pan grande, medio queso, dos chorizos, unos calcetines de lana basta… ¿Nada más? Ah, ¡fíjate!, bajo la camisa, junto al pecho, Juan se guarda una bolsita con unas pocas monedas de cobre, una medallita desgastada (ni se ve bien de qué santo es) y un papel bien doblado. ¿La credencial? Seguramente la tatara-tatarabuela de tu credencial.

Fue hace días a ver al párroco, a su párroco, le explicó su promesa de ir a Santiago por lo del crío. No es que fuera a pedirle la credencial, eso se lo ofreció el cura; le explicó que necesitaba un papel para ir documentado, que todos los peregrinos lo llevan, que sin él podía tener problemas; se lo escribió a mano (¿cómo si no?) y le puso el sello de la parroquia.

Realmente Juan no iba a eso, sino a contarle al cura lo de su peregrinación a Santiago, a decirle que daba gracias a Dios por lo de su hijo, que una promesa es una promesa, que tenía un cierto miedo por qué le podía pasar en el camino (eso se lo contó dando muchos rodeos, no fuera a pensar el cura que él era poco hombre), a pedirle que rezara por él, y a preguntarle qué debía hacer exactamente. Y el cura le dijo que, ante un viaje así, con sus peligros, no se le ocurriera salir sin confesarse. Y que confiara mucho en el Santo, y que le rezara mucho, y que él y su propia mujer iban a rezar mucho por él.

Luego se lo llevó al minúsculo templo del pueblo, ahora vacío, se puso la estola morada al cuello, se sentó en el confesonario y esperó a que Juan se acercara. Y cuando Juan dijo “Ave María purísima”, el cura, don Horacio, respondió enseguida “Sin pecado concebida”, y le rodeó en un abrazo de padre.

Y allí Juan, casi tartamudeando (como siempre que se confesaba) le dijo que ya sabía el señor cura que él no era mala persona, que procuraba trabajar bien, ayudar a quien lo necesitaba y no hacer mal a nadie. Que nunca faltaba a misa los domingos y todos los años cumplía con Pascua. Que a veces, estando con las mulas, se le escapaba alguna blasfemia, sin querer “porque mire usted que a mi no me gusta eso, pero las mulas, ya sabe usted…” Que él quería a su mujer, aunque el señor cura sabía que ella era respondona y tenía mucho carácter, pero en el fondo era buena mujer, y criaba bien al niño. Que el niño… ese niño tan rubito y tan frágil, ese era todo su tesoro. Que él era pobre, el señor cura lo sabía, pero por ese niño habría hecho lo que fuera, “lo que fuera, señor cura, se lo aseguro”. Que cuando enfermó creyó enloquecer… ¡tantos años de casado esperando un hijo y ahora se le iba! Porque el niño estaba casi a la muerte, y fue cuando él se acordó del Apóstol Santiago y le hizo la promesa. “Y que mire usted que me ha escuchado, qué favor tan grande me ha hecho…” Eso lo dijo ya casi llorando, y sin poder continuar. Y el cura le apretó aún más el abrazo, le dijo “calla, calla, y en penitencia rezas tres Avemarías”. Y muy solemne repitió eso de “Ego te absolvo…”

Luego, se levantó del confesonario, llevó a Juan hasta el altar, tomó un librillo de pastas gastadas, y empezó a recitar una oración, una bendición de peregrinos, en un latín que Juan no comprendía. Pero sí que entendió que don Horacio estaba rezando por él, porque tuviera una buena peregrinación, sin enfermedades ni sobresaltos; porque los caminos le fueran llevaderos y el clima benigno y las noches confortables, que no le faltara de comer y gentes buenas le acogieran. Que Dios, el buen Dios que había curado a su hijito, le diera ánimos a cada paso, y la Virgen bendita le acompañara. Y el Apóstol Santiago le protegiera, que es patrón de los peregrinos. Que al llegar a Compostela, rezara al Santo por su hijo, y por su mujer, y por él mismo. Y que se acordara también de rezar por el pobre cura y la gente de su pueblo. Y que volviera sano y salvo, antes de que llegara el invierno. Y más alegre, aunque fuera un poco delgado y con los pies vaya usted a ver cómo. Y que encontrara a la mujer y al niño bien, y que a la vuelta fuera más feliz y más santo, que vienen a ser la misma cosa.

Todo eso estaba en la oración en latín, que Juan no comprendió, pero sabía perfectamente lo que significaba. Estremecido, cayó de rodillas mientras don Horacio acababa los latines y hacía sobre él la señal de la Cruz, muy grande y muy despacio, y Juan se santiguaba. Después el cura le abrazó: los dos tenían los ojos húmedos. Don Horacio dejó que Juan se marchara, cerró la iglesia y se quedó mirando al sagrario, pensando en Juan, rezando por él.

Juan cenó a toda prisa y apenas durmió. Rayando el alba, cuando decía el último adiós a su mujer y delante de él se iniciaba el Camino, con cuatro viandas al hombro y unas pocas monedas en el pecho, la gracia de Dios y la oración de don Horacio brillaban como su mejor equipaje.

Y ahora, piensa en ti, peregrin@ 2010. ¿Te falta por preparar algo?